Ilustración: Orlando Duque
EL CONVOY DE DIONISIO
Parece ser que el pueblo pasaba por esos momentos de sombría calma, el tedio y las horas muertas se habían instalado sin pedirle permiso a nadie, pasándose por las rendijas de las casas, bajo el parrón del patio o en las esquinas de las calles. Las cosas parecían detenidas, y aunque el trabajo no faltaba, el dinero escaseaba, como ya se viene haciendo costumbre por estos días. Recuerdo que a veces los pelusones del barrio nos juntábamos a jugar brisca, fumarnos un cigarro o tomarnos una Pilsen. Más que eso no se hacía. Otras veces dábamos una vuelta por la plaza para recrear la vista o nos sentábamos a un costado del teatro a contar historias de bandoleros, gánster o piratas. A mí en esos tiempos me habían bajado las ganas de irme del pueblo, y de cuando en cuando, al mirar los trenes salir de la estación y enfilar hacia el horizonte, me imaginaba que me iba lejos y que conocía a una chiquilla bonita y de dulce voz que quisiera quedarse conmigo y acompañarme en mis sueños de flamante libertad. Me imaginaba que el tren llegaba a un lugar mejor, donde las papas, las cebollas, las lechugas fueran repartidas entre quienes metían las manos en la tierra y cargaban el sol en su espalda. No como lo vivíamos a diario en el terruño, donde los viejos morían flacos y pobres después de trabajar toda una vida con las patas metidas en el barro y la espalda torcida de tanto esperanzarse por algo mejor. Soñaba con un cielo así como lo decía la canción nacional en su primera estrofa. Esa que nos hacían cantar en la escuela cuando usaba un vestón azul piedra, insignia de parche y un pequeño jopo en la frente. Cosas que pensaba uno en esos tiempos cuando es joven, flacucho y todavía un insensato que se cree capaz de derrotar la injusticia con la fuerza del puño o el filo de la palabra; aunque la realidad dijera otra cosa con su voz ronca y ceño fruncido.
Un día de esos que estábamos jugando una mesa de pool ahí en el bolichito que estaba en la esquina de la plaza, al lado de la farmacia, no me acuerdo si fue Talino o el rucio López el que llegó con una noticia que nunca me podré olvidar, puesto que le alegró el caracho a remucha gente que andaba media tristona por lo de la situación económica y la falta de posibilidades. La noticia no consistía en el pago de la deuda externa, ni hablaba de abastecer de remedios los hospitales. Ni tampoco mejoraba la paga que recibíamos por el trabajo en el campo. La noticia era algo más parecido a un extraño acto de justicia producto de las mágicas conjunciones de los astros celestes o a una paleteada que nos hacía el de arriba. Quizá sería premio por el aguante y el ñeque que le poníamos frente a la adversidad y a todas las pellejerías que pasábamos en esa década de los años ochenta.
Lo que ocurrió ese mismo día, y hacía no mucho rato al parecer, fue el descarrilamiento de un tren cargado con gigantescos estanques de acero, cuyo contenido no era otro que el más primoroso vino de exportación -con aroma a frutos secos y todo lo demás- el cual era trasladado para su embotellamiento y etiquetado en alguna ciudad grande. Vino del bueno, no del que tomábamos habitualmente para abrigar el cuerpo y soltar la lengua, sino de ese que se toma para celebrar como la gente, para las grandes ocasiones. Seguramente que este mosto celestial se parecía un poco más al que se sirvió en las bodas de Caná, cuando el hombrón se pegó su salía e’ choro y se rajó con varias tinajas de tinto.
El asunto es que el volcamiento había ocurrido por allá en la curva, por la ladera del cerro pedregoso. Donde se encajonaba el viento agitando los manchones de hinojo y haciendo crujir hasta los más rudos espinos. Esos caminos yo los había andado con mi abuelo en tiempos de infancia, cuando atravesábamos los riscos al volver de buscar la leña en su carretón de palo y ruedas de fierro. En esa curva, que yo bien conocía, habían ocurrido otros accidentes. Tal vez por lo cerrada que se presentaba en su transitar o porque la pendiente se veía engañosa. Incluso una que otra animita se podía encontrar al costado de la línea del tren, en señal de que alguien menos afortunado había encontrado la muerte entre aquellos rieles oxidados. Por cierto, otros accidentes, malas noticias y desgracias habían sucedido, pero nunca el volcamiento de un tren cargado con el vital elemento festivo.
Dicen que las malas noticias son las primeras que se saben, pero viera usted que ésta -que para nosotros no se vestía de luto- no demoró nada en llegar hasta el último rincón del terruño. Al poco rato todos sabíamos lo que había pasado y los más entusiastas daban cuenta con lujo y detalle de las coordenadas exactas en que debía operar el rescate y cuál debía ser la estrategia a seguir. Fue así como vimos salir en procesión a los hidalgos parroquianos de siempre en busca de la sangre de Cristo. Estos improvisados expedicionarios se habían dado maña para aprovisionarse de damajuanas, baldes y bidones para emprender la travesía. Hasta creo haber visto pasar al maestro tumbao con una carretilla, asegurando que iba a llenar el estanque y traerse una reserva para las largas noches de invierno.
Recuerdo que quien comandaba las tropas era don Renán -octogenario habitante de la comarca, narrador de historias de antaño y un pilluelo vencedor en el arte de la capicúa- quien blandiendo su bastón con gesto solemne señalaba el camino a seguir. Era como si condujera a su pueblo a la conquista de la tierra prometida, luego de aguardar por años que la vida le concediera tamaño honor. A Renán le decíamos, de cariño, el paletó de cholguán, debido a que desde que lo conocíamos usaba un vestoncito de lanilla café de aspecto misterioso. El apodo se lo ganó porque al parecer nunca cumplió con el trabajoso trámite de presentarle agua, detergente ni escobilla a su fiel compañero de andanzas. Situación que había convertido su chaquetón en un envoltorio de materia fosilizada que lo protegía cada vez que perdía el equilibrio producto de algún gancho al hígado lanzado maliciosamente por una caña de blanco.
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Una vez en el sitio del volcamiento se podía observar los carros traseros de la máquina despeñados contra la ladera del cerro, provocando uno que otro desmoronamiento de rocas y el abollamiento de los estanques. Los cuales se chorreaban de un rojo brillante que hacía temblar hasta a los más valientes. De cualquier forma el accidente no había ocasionado daños mayores. Los carros delanteros, la locomotora ni el conductor sufrieron perjuicio alguno. Tampoco se lamentaba heridos ni damnificados producto del incidente.
Al llegar alguien nos informó que la policía autorizaría la repartija, debido a que los dueños del jarabe habían tomado conocimiento del accidente sin mayores aspavientos. Seguramente asumiendo que les sería devuelto su dinero de manera íntegra, debido a que existían seguros comprometidos. Por tanto, había ciento cincuenta mil litros de vino a repartir pero no se permitirían escándalos ni desordenes.
Carabineros se quedó un rato más en el sector. Llamaban por radio, prendían la baliza y conversaban con el maquinista del tren. Luego de llamar por radio una vez más, pedirle el carnet a un chascón y hacer sonar la baliza se retiraron sin decir chao ni adiós.
Don Dionisio Berríos, conductor de la máquina y antiguo coterráneo, quedó a cargo de la situación. Se le había conferido toda potestad debido a que era responsable de la carga y la primera autoridad a bordo del convoy. Don Dionisio era conocido por los de mayor edad, puesto que su niñez y buena parte de su juventud la había vivido en un cité cercano a la cantina de la finada Lucy de “La casta grande”. Incluso contaban que había sido bueno para la pelota y campeón de cha cha chá en los bailes que se hacían en el antiguo salón de los ferroviarios.
La operación de rescate partió con moderación y con timoratos gestos de aproximación a la mole sangrante. Nadie se atrevía a dar el primer paso por miedo a ser reprendido o parecer muy entrador. Entonces Renán tomó la iniciativa y abrazó afectuosamente al conductor, preguntándole por la familia y recordando a su difunto padre, de quien se decía muy amigo. Al rato comenzó a desandar los años vividos como era su costumbre y comentó a viva voz a todos los presentes que su propio taita le dijo desde muy niño que en la tierra donde sopla el viento y tuerce los árboles a su antojo sólo los hombres firmes y bien plantados sobrevivían. Nos dijo también que la vida nos ponía pruebas para ver de qué estábamos hechos si éramos gallos de pelea o si por el contrario sucumbíamos al primer empellón. Por tanto había que mostrar solidaridad con el amigo conductor y prestarle ayuda en todo lo que se necesitara. Había que saber demostrar la amistad en momentos como los que estaba viviendo. Más que mal la cosa había sido un accidente y nadie se encontraba libre de sufrir un revés en algún momento insospechado.
El aludido parecía recibir de buena forma las palabras vertidas por nuestro mentor, señalando que agradecía las generosas palabras de don Renán, que muy bellos recuerdos atesoraba de este lugar que lo había visto crecer. Que las circunstancias de la vida, el trabajo y el sagrado vínculo contraído lo habían llevado a transitar otros derroteros, pero que nunca se olvidó de su origen. Nos dijo además, que le habían informado que a primeras horas del día siguiente llegaría un remolcador y una cuadrilla de trabajadores que se haría cargo de las labores de reposicionar los vagones descarrilados. Y finalmente soltó lo que todos habíamos estado aguardando desde que llegamos: que había recibido la autorización para repartir la carga de los estanques que se habían visto dañados, pero con orden y moderación.
Dicho esto, Renán pidió un aplauso a los presentes y comenzó el llenado de envases, no sin antes santiguar su frente con el vino que escurría desde uno de los estanques.
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Una vez que entramos en confianza la primera idea fue hacer una fila, esperar turnos, asignar funciones y todo lo demás. Unos se harían cargo de llenar, otros repartirían. Pero la estrategia funcionó tan solo unos minutos, puesto que al poco rato comenzó la degustación y la tertulia, dejando la labor a la buena de dios. A algunos se les afirmó el pulso para agarrar el vaso y a otros se les descompuso el cuerpo, como a don Severino a quien hubo que retirarlo de su improvisado rol de reponedor de envases, debido a que su afición por la catación y el mastique de huevos duros lo había hecho presa de un repentino problema estomacal, con consecuencias que no comentaré por respeto a la memoria de nuestro noble amigo.
Me tocó el turno de ayudar en la faena. Fue así como me encaramé por arriba de uno de los estanques para ir recibiendo los más curiosos tiestos para su llenado. Una señora me pasó un lavatorio plástico, otro un casco de la construcción y hasta una bacinica de loza blanca recuerdo haber colmado de cabernet. A alguien más ocurrente se le encendió la ampolleta y me lanzó una manguera para lograr un flujo más expedito del líquido. Esto también resultó bien por un rato, hasta que el guatón Donoso se puso a chupar directo de la manguera, tratando de llenar la cantimplora desde la pera hasta el ombligo.
Después de poco más de una hora ya nadie se prestaba para hacer turno, respetar la fila o cumplir funciones en la línea de embotellamiento. Más bien se adoptó el sistema de autoservicio, vaya y póngale no más. Cada vez que un jarro o choquero se vaciaba alguien se encargaba de volver a llenarlo. La cosa es que no se notara pobreza.
Los viejos se acomodaron a un costado de los rieles y empinaban el codo con gran maestría y soltura. Tiraban la talla, se pegaban unos bailes entre ellos y cantaban canciones de Antonio Aguilar y Jorge Negrete. Gaspar Meneses, cantor local ganador del último festival de la voz de oro, se hizo presente con su guitarra y unas canciones de Bienvenido Granda, el famoso bigote que canta. De esta forma se armó la rumba en la más grande taberna al aire libre que se haya visto por estos lares.
El conductor de la máquina observaba con cierta distancia toda la situación. Al parecer era más bien partidario de que cada persona llenara su bidoncito y luego se retirara a su hogar. Esto ocurría en algunos casos, cuando los hombres llegaban acompañados por la patrona y una chorrera de cabros chicos. Una cantidad de vecinos luego de aprovisionarse se marchaba cargando su bicicleta, carretón o carretela, según fueran sus posibilidades. Pero esto parece que no era muy bien visto por quienes se quedaban. Al que veían partir le gritaban: “Macabeo, calzonúo… ven a tomarte un trago con la gente pobre, te llevan de la jeta”.
Renán, que ya había llenado una chuica y una petaca para cada bolsillo de su paletó se acercó al maquinista y le ofreció un tentador jarro de tinto. Pero el ferroviario rechazó el ofrecimiento aludiendo motivos de trabajo, puesto que se encontraba en servicio y que además había dejado el trago hace varios años porque le agarraba los nervios y lo ponía mal. Pero el viejo Paletó no estaba para negativas e insistió, haciendo gala de su refinada labia de chichero profesional, diciendo que si era para que lo probara no más, que no había pecado ni delito en tomarse una copita de vez en cuando. Además cómo era eso de andar acarreando toda esa cantidad sin permitirse por lo menos saber lo que llevaba. Si estaba entre pura gente buena y de respeto, cómo nos iba a hacer semejante desaire.
A su salud entonces, dijo Renán sin esperar respuesta.
¡A su salud!, contestó Don Dionisio, pegándose su primer guaracazo para no ser descortés. Fue el primero. Pero estaba muy distante de ser el último ese día.
Al rato apareció Ramito, un viejito chico, coloradito y de cabeza amarilla, parecido a Pablo Mármol, el amigo simpático y paleteado del odioso de Picapiedra. Ramito ofreció unas mallas de naranja para hacer un vino navegado para más tarde, cuando se pusiera helado y soplara el viento como sabe soplar por acá. Lo único que hacía falta era de alguien que ayudara a transportar la voluntaria donación desde el ranchito donde él cuidaba una parcela.
Voluntarios no faltaron entre los más jóvenes. Nos tocó tirar pata por un camino pedregoso. Adentrarnos por potreros recién regados; custodiados por queltehues que nunca quitan el ojo desde sus puestos de altura y alertan cuando algo raro pasa. Tratamos de apurarnos para no perdernos la fiesta ni hacer esperar a los amigos que habían encargado la responsabilidad en nosotros. Aunque la cosa no tuvo mayor trámite que echarnos al hombro la carga y caminar con paso regular de vuelta, parece ser que nos demoramos lo suficiente como para encontrarnos al muy correcto señor maquinista con la camisa afuera, garrafa en mano celebrando las historias de Ño Paletó de Cholguán.
Después de eso la juerga fue en grande y ya nadie se preocupaba de otra cosa que no fuera cantar, bailar y por supuesto brindar en nombre de la vida, la amistad y de lo que se quisiera brindar.
Llegó la noche, llegaron las chiquillas más dispuestas y llegó el baile apretujado para quedarse hasta que las velas no ardieran. Aunque esto es sólo un decir porque lo único que alumbraba era la fogata en donde armamos el navegado en dos fondos de 50 litros cada uno.
Entre apretones de mano y palmoteos de espalda arreglamos el mundo, cambiamos de alcalde y compramos jugadores de primera división para nuestro equipo del barrio. También compusimos antiguas rencillas entre algunos de los presentes y nos juramentamos votarnos todos a huelga para reclamar un pago justo por nuestro trabajo. Éramos todos obreros y si nos uníamos nadie nos podía seguir pulpiando por una miseria.
Siguió el baile y el canturreo en igualdad, libertad y fraternidad, hasta que apareció la autoridad por segunda vez. Y aunque las fuerzas de orden hicieron el amago de parar la asamblea, nuestras fuerzas juerguistas fueron mayores en número y en convicción. No nos íbamos a echar para atrás bajo ninguna circunstancia y así lo hicimos saber. Debimos haber sido muy convincentes en nuestros argumentos, puesto que la retirada no tardó mucho tiempo en tomar su curso.
Si alguien dijo que desde la luna era posible observar una triste muralla de piedras en la China no me cabe duda alguna que debe haber sido posible ver las fogatas, el júbilo y la polvareda que levantamos gastando las suelas de los zapatos al ritmo de la música aquella noche inolvidable.
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Al despuntar el alba ya sufríamos numerosas bajas en nuestro contingente. Un sinnúmero de veteranos habían caído heridos por las balas de tinto y dormían a un costado del cerro o al pie de los estanques. Dionisio hacía lo propio en la cabina de mando, en donde había sido conducido luego de desplomarse al lado de la fogata abrazadito de una viuda nada de mal conservada.
Me sentía orgulloso de haber resistido toda la noche de fiesta sin necesidad de buscar cobijo entre los arbustos para poder dormir. Era señal de fortaleza, una especie de rito iniciático que me validaba entre todos los compañeros de juerga. Renán, a pesar de sus avanzados años, no claudicó en ningún momento en sus esfuerzos por mantener viva la llama de la celebración. Parecía ser que nuestro amigo no estaba dispuesto a arriar la bandera del festejo y la diversión en ningún momento.
¡Dios mío Santo! exclamó Renán con un grito estruendoso al darse cuenta que la provisión de vino había desaparecido por completo. Lo último que quedaba era una botella de tres cuartos de litro que encontramos aferrada entre las manos de un caído.
Con los gritos de Paletó despertaron las huestes como si se les hubiera espantado la cura de golpe y porrazo.
Fue entonces cuando nuestro amigo expresó su desquiciada idea de retribuir la nobleza de Dionisio con un acto que se alejaba peligrosamente de los terrenos del sano juicio.
Hay que conseguir bueyes, sogas y todos los brazos que sean posibles, señalaba. Antes se han hecho hazañas más complicadas. Ahora hay que devolver la mano y poner el tren derechito como corresponde.
Nadie comprendía muy bien la idea del viejo, pero parecía ser que había venido macerando su propósito desde hacía buen rato. Según él lo tenía todo bien calculado, que simplemente era cosa de aplicar la fuerza de manera inteligente y en los puntos correctos.
Es aquí donde la historia se me pone más confusa porque al parecer ya había una especie de acuerdo con los viejos más campiranos, los cuales al poco rato comenzaron a aparecer con sus carretas con bueyes y caballos percherones. Yo de esto no me había enterado en ningún momento al igual que muchos otros que recién despertaban medios tiritones y ojerosos.
Tan sólo me deje conducir por la loca idea. Me puse al servicio de la obra diseñada por nuestro propio General Napoleón, quien desplegó toda su ingeniería militar para lograr su misión.
Las fuerzas me anduvieron fallando, el vino se revolvió en mi cabeza y mis entrañas, debo haber perdido momentáneamente la conciencia. Cuando desperté nuevamente Renán daba la orden al conductor para que pusiera en marcha la locomotora. Acto seguido dio un golpecito con la mano al último vagón como queriendo decir “ahora ya puede irse”.