RATA DE DOS PATAS
(Para escuchar la memoria. Segunda entrega)
Raúl H. Contreras Román
“¿Me estás oyendo inútil?” No sé bien cuando fue la primera vez que escuché esa frase. Lo que sí recuerdo es que fue en un karaoke y gritada a coro por las mujeres presentes. Nunca fui muy asiduo a las fiestas con karaoke, descubrí su encanto en Chañaral, en los tiempos de mi primer empleo formal.
Chañaral, como toda ciudad puerto y minera, tiene una vida nocturna tan vibrante, como segmentada. Es una ciudad, porque así lo indica la división administrativa de Chile. Pero es, al mismo tiempo, un pueblo, caminable de punta a punta en un par de horas. Es un pueblo chico donde, como versa el dicho, el infierno es grande. Eso lo saben sobre todo los profesionales de los servicios públicos. Usted debe cuidar la imagen, no vaya a caer en desgracia y su honorabilidad sea puesta en duda.
Una cuestión de imagen, hacía que la vida nocturna de Chañaral estuviese tan segmentada. Para los trabajadores mineros de más bajo nivel, los prostíbulos —algunos de ellos clandestinos o semiclandestinos, donde la migración forzada de mujeres del pacífico colombiano encontraba un nicho laboral—, para los otros mineros profesionales un bar y un hotel pretenciosamente elitista y para los más ricos —de los que en esa ciudad había muchos— quién sabe, seguro la posibilidad de ir a cualquier parte, el casino de Copiapó, por ejemplo. Para los trabajadores de servicios públicos, la alternativa era un bar con karaoke…
Esa es la vida nocturna que recuerdo de Chañaral, previo al aluvión. Seguro mucho ha cambiado al día de hoy. Aquel bar con karaoke supe que cerró, pero seguro abrió otro espacio para que los que deben cuidar mucho su apariencia de gente respetable, se diviertan.
El bar de karaoke, del cual no recuerdo el nombre, Mar y Luna, vamos a decir, era un pequeño espacio donde el “¿me estás oyendo inútil?” se escuchaba a coro, un coro siempre femenino. Los “honorables” trabajadores públicos nos veíamos de alguna manera protegidos por las paredes del Mar y Luna. Tal vez por eso el canto de despecho de las mujeres, representando con toda la fuerza, letra por letra, la Rata de dos Patas, se desataba como en el más digno de los escenarios.
Los karaokes tienen esa magia de horizontalizar el talento y la gracia. Emerge ahí una especie de solidaridad dada por una comunidad de nuevos artistas que descubre su talento en una de esas noches donde, como hicieron lema los Auténticos Decadentes, cualquiera puede cantar.
En el Mar y Luna, cualquiera podía cantar… pero Rata de dos patas, estaba reservada para un momento de la noche donde la desinhibición hiciera de esa solidaridad del karaoke una solidaridad de género, en que la mujer que hacía de Paquita la del Barrio tuviese todo un coro femenino para cantarle a todos los hombres que ahí nos asumíamos como dignos merecedores de cada uno de los versos. Un verdadero ritual. Un performance, que representaba algo más que la lucha de los géneros, en una ciudad donde la violencia hacia la mujer es parte de la tradición más nefasta de eso que llaman cultura minera.
Cuando llegué a México uno de los primeros lugares que visité fue Tlatelolco, la Plaza de las Tres Culturas. Es uno de esos rincones de la Ciudad de México donde la historia se condensa y donde los estratos del tiempo se muestran con toda claridad. Se llama así, Plaza de las Tres Culturas, porque haciendo un paneo de 180 grados, uno puede recorrer la historia del país desde los tiempos de los mexicas, pasando por la Colonia, hasta los tiempos del PRI masacrando estudiantes y, si se quiere, ir un poquito más al presente. Estaba maravillado en ese espacio.
Quien me acompañaba me preguntó ¿vez esos edificios? Sí, le respondí. Esos, me dijo, fueron unos de los más afectados por el terremoto de 1985. Pasamos entonces de la historia antigua de México a la historia del sismo del 85 y cuando dije, justo nací ese año, la conversación se hizo más relajada e íntima. Mi acompañante que, hasta ese momento había mantenido un riguroso tono de guía conocedor de la historia “seria” de su país, recordó un detalle más. En esos edificios, los que se cayeron con el terremoto, vivió Paquita la del Barrio, la de Rata de dos patas, ¿la conoces? ¿suena allá en tu país?, me preguntó. Entonces mi memoria también se condensó. Las noches del Mar y luna volvieron rápidamente.
Tlatelolco es también uno de esos barrios bravos de Ciudad de México. Esos lugares que un chileno como yo tenía en mente por películas mexicanas como Amores Perros. Barrios donde es fácil perderse y, según dicen, perder todo lo que llevas puesto. Es parte de la cultura chilanga decir a quien va llegando a México, no vayas solo a tal o cual lugar… Tlatelolco es uno de ellos.
Por eso no es una curiosidad de la historia que Paquita haya vivido ahí. Es una de esas artistas de historias marcadas por la pobreza y la postergación. Aquellas historias que el cine y las telenovelas mexicanas han registrado desde hace mucho tiempo, la de personas pobres con vidas muy sufridas que gracias a la música y a su talento logran salir adelante. Paquita es del barrio por eso, por esa historia de personaje arquetípico que salió de la más abyecta pobreza cantando.
Pero Paquita es del Barrio también porque canta sentimientos que son asociados a la gente de barrio. Para muchos en México, lo que canta Paquita es de “nacos”, de “flaites”, diríamos en Chile. Como si el despecho amoroso, dicho con las palabras más precisas del desgarro, fueran cosas del bajo pueblo, de los descamisados, de los patipelados. Desde luego no lo son. Seguro son muy escasas las personas de Latinoamérica que al momento de sufrir por amor piensan antes en un verso de un poeta maldito, que en uno de un bolero o una ranchera. Tres veces te engañé, Cheque en Blanco, Como un perro; entre otras canciones popularizadas por Paquita, se cantan a coro, con el orgullo de quien se sabe barrio o con la vergüenza de quien no quiere parecerlo.
He conocido personas de Tlatelolco que se enorgullecen de que Paquita haya vivido en su barrio. Para otros es motivo de vergüenza. Pero ese sentimiento ambiguo no es bien celebrado en la música en México, al menos eso creo. Aquí parece valorarse mucho que aquellos músicos exitosos no olviden sus raíces, más aún si esas raíces están hundidas en lo más profundo del barrio. Tal vez por ello en cada canción los Ángeles Azules nos recuerdan que salieron de Iztapalapa (otro de los barrios bravos de la ciudad) para el mundo. La misma razón de orgullo era la de Juan Gabriel, cuando se reconocía como el hijo más ilustre de Ciudad Juárez y de sus barrios más pobres.
Hace unas semanas conocí el disco Songs of Resistence 1942 – 2018, que me hizo volver a pensar en mis noches en el Mar y Luna y aquellas primeras andadas conociendo Ciudad de México. Es un disco de Marc Ribot, un músico gringo de esos raros. Raros porque pese a ser un guitarrista (jazzista según muchos) hace tiempo consagrado, no ha dejado nunca de buscar nuevos repertorios, muchos de ellos ligados a la música latinoamericana. Es raro además porque en ese mundo, el del jazz contemporáneo, y a diferencia de lo que pasaba con los antiguos exponentes del género, encontrar artistas que hagan música políticamente comprometida es difícil. No soy un conocedor del asunto, pero a bote pronto, solo pienso en Charlie Haden y su Liberation Music Orchestra.
Marc Ribot es de esos músicos que siempre está en los plantones, en las marchas, en los mítines por los más diversos temas en los que se agrupa la gente progresista e izquierdista de Estados Unidos. Quizá porque no es tan famoso o tan reconocido en los medios, poco se sabe en torno a que ha sido una de las figuras más comprometidas en la lucha contra Donald Trump y sus políticas de odio. De hecho, Ribot —al referirse al disco del que hablo—, dijo que lo hizo pensando en todas esas canciones que le habría gustado escuchar en los actos políticos contra Trump o, antes que eso, aquellas canciones que le hubiese gustado interpretar en sus apariciones durante el Occupy Wall Street.
Cuando se lee la lista de canciones que Ribot agrupó entre sus cantos de resistencia hay algo que sorprende o que, por lo menos a mí, me sorprendió profundamente. El track número 5 del álbum es aquella canción del ¿me estás oyendo inútil? Primero, me pregunté, que hace un gringo interpretando Rata de dos patas; segundo, y más relevante para mí, ¿qué hace esa canción del desgarro amoroso entre algunas de las más eminentes músicas de la historia cultural de la izquierda internacional, como Bella Ciao, Fischia il Vento o aquella versión que actualiza la gloriosa Waist deep in the big muddy, de Pete Seeger?
Comencé a tratar de averiguar la curiosa inclusión de Rata de dos Patas en el disco de Ribot. Encontré entonces que en una entrevista, Ribot afirmó que siempre gustó de esta canción, pero que su apreciación por ella creció cuando se enteró que el compositor de esta pieza, el veracruzano Manuel Eduardo Toscano; había escrito Rata de dos Patas, no pensando en una ruptura, ni en un desengaño de tipo amoroso; sino que lo había hecho tratando de retratar al presidente de México Carlos Salinas de Gortari, quien ocupó la presidencia entre 1988 y 1994 y se encargó de profundizar el neoliberalismo en el país, dejando tras de sí una ola de despojo, pobreza y desigualdad que hasta hoy marcan la realidad mexicana.
Tras conocer esta historia, Marc Ribot contaba en esa entrevista, que le pareció importante dedicar también esta canción al presidente que hoy ocupa la Casa Blanca. Una forma de incluir también en su disco a la población de origen latino, fundamental en las luchas contra el autoritarismo de Trump. Para su versión, Ribot se hizo acompañar del rapero Ohene Cornelius y de la voz femenina de una latina que, por temor a ser deportada, decidió mantener su nombre en el anonimato, decisión que fue respetada en la producción de Ribot.
La imaginación puede ir muy lejos, pensé.
¿Qué tal si ahora una multitud subiese a cantar en el karaoke del Mar y Luna? ¿Qué tal si esa multitud les preguntara a los inútiles que nos han gobernado en nuestros países si nos escuchan? ¿Qué tal si esa multitud se asumiera barrio, se asumiera pueblo? Una multitud como la que en la Plaza de la Dignidad cantó El Baile de los que Sobran en 2019.
Ante la contundencia de las palabras de Los Prisioneros o de las popularizadas por Paquita, que nunca supo lo que motivó la rabia del compositor al escribir Rata de dos Patas, las grandes orejas de Salinas de Gortari o la de cualquiera de los nefastos gobernantes del continente, no pueden más que agacharse. Porque cuando el barrio canta el desgarro con tal contundencia los destinados a escuchar no pueden hacer otra cosa que bajar la cabeza y abandonar la prepotencia que acostumbran.
Como en la Plaza de las tres culturas, la Rata de dos Patas interpretada por Ribot me permitió hacer un paneo por mi memoria, por mi historia y por los sentidos que la pueblan. Llenar de palabras esos sentidos, con palabras tan categóricas como las que canta Paquita, ayuda a condensar la memoria, tal y como la historia se condensa en Tlatelolco.
Con Ribot y su inclusión de Rata de dos Patas entre las más hermosas canciones de resistencia, descubrí la magia de la música para sincretizarse en lo más íntimo de nuestros sentimientos, hasta hacerse ella misma un sentimiento. Tal vez eso lo podría haber sabido antes de ver la canción en la lista del disco o antes de conocer su historia. Las interpretaciones de mis amigas en el Mar y Luna o el orgullo de personas que se saben del barrio donde vivió Paquita, me podría haber enseñado que las canciones se cantan con el aire de la guata y no solo con el vibrato de las cuerdas vocales. Y en la guata reside todo. El hambre, la rabia, el amor, el barrio… la memoria misma.