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El Alucinado
Sabido es que a los niños les encanta jugar a representar a sus personajes favoritos. Así es como dibujos animados, películas de superhéroes, teleseries, etc. constituyen una constante fuente de inspiración para los juegos de niños.
Este fenómeno común y cotidiano asumía, sin embargo, en mí dimensiones estrafalarias, ya que me llevaba el día imitando a personajes célebres como Superman, el Hombre Araña, Tarzan, Optimus Prime e incluso al mismísimo señor Jesucristo.
En este contexto cada nueva personalidad que descubría era rápidamente representada por mí con bombos y platillos, esto es, con vestimentas, parlamentos repetidos de memoria, escenografías y otros elementos técnicos.
Con el paso del tiempo mis fuentes de inspiración fueron aumentando desde los dibujos animados y las películas, hasta llegar a los documentales, novelas, revistas y libros de historia de Chile y universal. Por esta razón no era raro verme (secundado principalmente por mi hermano y mis primos) desarrollando escenas de la independencia representando a José Miguel Carrera o Manuel Rodríguez o cabalgando junto a Sancho Panza por los llanos de La Mancha.
Esta ansiedad por ser otro, hizo que ya a los diez años tenía ganado merecidamente el título de alucinado.
Este estigma no dejó de influirme, ya que hizo que progresivamente comenzara a auto-reprimir mis deseos de disfrazarme y representar a mi ídolo del momento. Debo reconocer que me avergonzaba de mis histriónicos instintos.
No obstante, mi creciente vergüenza, llegó un día en que descubrí que continuar con la flagelante auto-represión que me imponía, podría desencadenar catástrofes inesperadas.
Este descubrimiento tuvo lugar un día en que asistí al cine de Llay-Llay a ver la película “Django”, en momentos en que el lejano oeste dominaba mis pensamientos. Una vez que la película terminó, me dirigí a mi casa conteniendo las ganas de ametrallar todo a mi paso. Ya en el hogar advertí que se desarrollaba una conversación de amigos en un cuarto al que llamábamos “el club Colo-Colo”. Me dirigí hacia allá disimulando mis westernianas intenciones, pero una de las amigas presentes me dijo, sin más, que debía de venir alucinado por la película, con lo cual mi ira se desencadenó sin límites insultando, pateando y echando a medio mundo. Fue tal la magnitud del vendaval que a algunos amigos no los vi más.
Luego de eso decidí que no era sano reprimirme, por lo que continué disfrazándome habitualmente hasta bien entrado en la adolescencia y aún hoy me disfrazo, de vez en cuando, de Serrat, Silvio, Miguel Henríquez, Lenin o Fidel.